Balmoreada

Por Arturo Ortega Morán

Tomado de la Seción Rinconete del Centro Virtual Cervantes

Si la voz “balmoreada” te es desconocida, no pierdas tiempo buscándola en el diccionario, porque ahí no está. El sitio de esta palabra está en el México de los años veinte, y atada a la historia de una mujer que, a su manera, supo sorprender a una sociedad todavía aturdida por la recién terminada revolución.

Fue Conchita Jurado, actriz en el México porfirista. Nació en 1865, en el seno de una familia acomodada. Cuando terminó la Revolución Mexicana , ya retirada, misteriosos impulsos la llevaron a idear una extravagante forma de diversión. En complicidad con varios intelectuales de la época, hacían pesadas bromas a importantes personajes de aquel tiempo.

Conchita, aprovechando sus dotes histriónicas, disfrazada de hombre encarnaba a Carlos Balmori, personaje ficticio que se presentaba como un millonario español ante sus víctimas. Les hacía creer que si quebrantaban sus convicciones (morales, políticas, religiosas, etc.) o efectuaban acciones peligrosas o ridículas, les donaría parte de su cuantiosa, pero ilusoria fortuna. Cuando lograba su objetivo, entonces se presentaba como Conchita Jurado y ponía al descubierto la broma ante las risas de los cómplices. Lo curioso es que el embromado, lejos de enfadarse, se unía a la celebración y se prestaba para proponer a una nueva víctima o «puerquito» como solían decirle.

Así, hubo damas que dejaron a sus novios, políticos que accedieron a cambiar de partido, militares dispuestos a desertar, etc. Todos, seducidos por una fortuna que nunca llegó. A estas bromas de Carlos Balmori, que en su momento se hicieron célebres, se las llamó “balmoreadas”.

 LA ÚLTIMA BALMOREADA

 Conchita Jurado, murió en 1931. Quienes la conocieron nunca la olvidaron y, en 1960, el doctor Luis Cervantes, que en las balmoreadas personificaba al secretario de Carlos Balmori, citó al escritor Armando Jiménez –el de “Picardía mexicana”- para proponerle que publicara las memorias de Conchita Jurado.

Por tener otros planes, Jiménez se resistió; pero cuando a cambio le ofrecieron un rancho, lo volvió a pensar.

 

Así lo cuenta el propio Don Armando:

“…No iba yo a ser “puerquito” (así le nombraban Conchita Jurado y sus secuaces a la víctima en turno de las balmoradas). Me informé con los trabajadores y los vecinos que el doctor Luis Cervantes era el verdadero dueño y que la persona con la que yo había estado hasta hacía un rato se llamaba así y no era un impostor.

También, que la propiedad no tenía hipoteca ni estaba en litigio. Leí en voz alta el contrato para arreglar las Memorias, redactado por el notario. Lo aprobamos el doctor y yo y me entregó cheque por $6,000. Después leí, también en voz alta, el texto relativo al traslado de dominio del inmueble.

“¿Será posible incluir de una vez, ajuar y animales del rancho?” —pregunté—. (En estos casos conviene olvidar la vergüenza, me dije a mí mismo). El pródigo donante (¡Dios le conceda la Gloria Eterna !), accedió. Fue anotado ese añadido y firmamos los tres.

La emoción me embargaba. Ya era rico y podría dedicarme sin preocupaciones a la literatura o a rascarme los…

De pronto —¡ay!— irrumpieron en la sala el caricaturista Ernesto García Cabral, con su jeta de chango; “El Tlacuache” César Garizurieta, el grabador Francisco Díaz de León y tres personas más, burlándose con estrepitosas carcajadas de mi ambición.

El notario se quitó anteojos, bigotes y patillas: ¡resultó ser el charro Leovigildo Islas Escárcega! Y para completar, la secretaria se arrancó peluca y anteojos: ¡no era sino la pintora y poetisa Aurora Reyes! Entonces comprendí mi necedad.

¿Cómo me dejé engañar, estando enterado por las Memorias de cuanta broma hicieron el doctor (¡que el diablo lo conserve en fuego manso!), Concepción Jurado y sus compinches? De la suculenta cena apenas probé bocado; ofrecí disculpas y me acosté temprano.

Toda la noche hubo risotadas en la sala, mientras yo me levantaba de la cama media docena de veces para visitar el excusado”.

“Balmoreada” es voz que tenía todo para perpetuarse con vida propia, pero, tan atada quedó al recuerdo de Conchita Jurado (Carlos Balmori), que se ha ido desvaneciendo y pronto, será una más de las palabras olvidadas.

Los derechos de este artículo, pertenecen al Instituto Cervantes

Nota:
Las citas de don Armando Jiménez fueron tomadas del artículo: «Nadie diga de esa agua no beberé», publicado en http://www.mexico.com/, el 10 de mayo de 2001.