Una historia de película

Por Arturo Ortega Morán

«Rezo para que los mexicanos podamos encontrar y construir el gobierno que merecemos»: González Iñárritu

Por el módico precio de un peso, las clases pudientes de la capital mexicana asistieron a las primeras funciones de cine en nuestro país. Era agosto de 1896 cuando el Cinematógrafo Lumiere,  se instaló en México para dar a conocer el novedoso invento que, apenas unos meses antes, los hermanos Lumiere habían dado a conocer en París. En algunos causó gran expectación  y en otros temor al considerarlo “cosa del demonio”, según reportaron los diarios de aquella época.

Cinematógrafo, el nombre con que fue bautizado, se construyó con las palabras griegas kinein ´mover´ y graphein ´grabar, escribir´. La idea implícita era ´imágenes que se mueven´. Con el tiempo, por ley del mínimo esfuerzo, esta voz se acortó a “cine”. Tiene parentesco con cinética, cinemática, telequinesis y muchas otras que encierran el concepto de movimiento.

Para nombrar a la cinta en la que se grababa la secuencia de imágenes que, al ser proyectadas una tras a otra, dan el efecto de movimiento, nacieron palabras como “celuloide”, porque era el material del que estaban hechas ´nitrato de celulosa´; también “película”, palabra que ya se usaba para nombrar a cualquier capa delgada y que procede del latín pellis ´piel´, de donde también “pellejo”. Si la duración de la película era breve, bastaban pocos metros de cinta y por eso se dijo “corto metraje”, en caso contrario, era de “largo metraje”.

A principios del siglo XX, en plena época porfirista, era  José Castañeda un emprendedor que abrió en Guadalajara un cine al que llamó “Salón Azul”. Él se encargaba de acompañar con sonidos y diálogos esas imágenes que  el público veía con incredulidad y con asombro. Rafael González era su asistente, un muchacho que, como muchos de su época, había sido víctima de la viruela y llevaba en su cara las huellas de tal desgracia. Por lo mismo, llevaba el mote de Cácaro, otro modo de decir cacarizo, derivado de cacarani, voz purépecha que significa ´llaga reventada´. Era su tarea la proyección de la película, que hacía con un proyector de manivela y con el frecuente inconveniente de que se rompía o se quemaba la cinta. Entonces, tenía que darse prisa para arreglar el mal y así calmar a ese público que, impaciente, a coro gritaba: ¡Cácaro! ¡Cácaro! Nombre que habría de perpetuarse para nombrar a  todos los proyeccionistas del cine mexicano.

Es curioso un paralelismo que encontramos en Chile. Allá, cuando la película se cortaba, la sala se invadía con el grito “¡Ya po´ cojo!” ( forma chilena de decir «¡Ya pues cojo!»),  en alusión a un proyeccionista de cine de Santiago llamado Eduardo Alvarado Cruzat, que tenía este defecto. De ahí quedó que todos los proyeccionistas pasaran a ser “cojos”.

Han pasado los años y el cine se ha convertido en una gran industria, nos siguen asombrando las historias que nos cuentan, la música que las acompaña, los efectos especiales  y todos los demás aspectos que se han ido sofisticando. Para premiar las mejores producciones, el trofeo más importante es El Oscar, que según una leyenda, fue diseñado tomando como modelo, por propuesta de Dolores del Río, al Indio Fernández, actor mexicano. Del nombre, se dice que fue Margaret Herrick, una bibliotecaria de la Academia, quien lo bautizó. Al ver la estatuilla, espontáneamente exclamó: “¡Se parece a mi tío Oscar!”, el comentario cayó en gracia y, con este nombre, jocosamente se referían a este trofeo. Tiempo después, la Academia lo hizo oficial.

El cine tiene la magia de llevarnos a otros mundos, a otros tiempos, a otros sueños. Así lo reconocemos cuando, para decir que en la vida real ha pasado algo grandioso, decimos que estuvo “de película”. Aunque, esta frase ya ha mutado y hoy, los jóvenes prefieren decir que aquello… estuvo «de peluche» o si no, que estuvo  “de pelos”.