Pagar el pato

Por Arturo Ortega Morán

Me tocó pagar el pato. Así decimos cuando cargamos con las consecuencias de un hecho en el que no tuvimos responsabilidad. No recuerdo cuando fue la primera vez  que escuché esta expresión pero, siempre me pareció extraño que se tuviera que pagar un pato. ¿Por qué mejor no pagar un pollo? Después de todo es más fácil de conseguir y además en muchas presentaciones: asado, frito, empanizado, en caldo y hasta crudo para prepararlo como mejor se apetezca. Algo especial tenía que haber en la raíz de esta expresión para justificar la aventura de tener que pagar un pato.

Al ir tras el origen, retrocedemos en el tiempo y llegamos a la España del siglo XVII; y encontramos que la expresión ya es citada en 1627  por Gonzalo Correas en Vocabulario de refranes y frases proverbiales. En una parte dice:

«Pagar el pato:  lastar; i ser kastigado. Kaer en daño i pérdida«. ( Si el verbo lastar no te es muy familiar, en el diccionario dice: «lastar: Padecer en pago de una culpa»).

Retrocediendo otro par de centurias, hasta el siglo XV, encontramos -en un español menos inteligible-, un texto que nos da la clave del origen. Fue escrito por  Alfonso de Toledo en 1453. Haciendo referencia a un fragmento del Génesis dice:

«E poner te he en las gentes E rreyes saliran de ty & estatuyre  pato entre mi & ty. E entre tu simiente despues de ty en tus generaçiones por pleyteança para siempre para que sea yo tu dios & de tu simjente despues de ty & cetera. A Sarra tu muger bendezire & della te dare fijo el qual bendezire».

¿No le entendiste? Bueno, más o menos dice:

«Te pondré al frente de naciones y reyes saldrán de ti. Haré un pacto contigo y con tus descendientes para ser siempre yo su Dios. A Sara tu mujer la bendeciré y te dará un hijo el cual bendeciré….”

No es el caso entrar al análisis teológico del texto, lo que importa para este tema es observar que pato es una forma del castellano antiguo para decir pacto. Esta tendencia la encontramos también en otras palabras como: «efeto» por «efecto» o «proyeto» por «proyecto«, por mencionar algunas. Con el paso del tiempo, estas palabras recuperaron su pronunciación culta -excepto en algunas regiones rurales-, pero en la expresión pagar el pato, que en realidad era “pagar el pacto la pronunciación antigua quedó fosilizada.

Todo indica que con esta expresión, se «justificaban» en la Edad Media las acciones contra la población judía de los reinos españoles, ya que si éstos tenían un «pacto» con Dios, se consideraba que los sufrimientos que les infligiesen los cristianos de la época eran una justa contrapartida. Los judíos fueron reprimidos y expulsados de España en 1492 por los reyes católicos, y la frase dejó de tener «sentido», pero se conservó en la memoria popular con el significado actual y con la pronunciación antigua de la palabra «pacto«.

Creo que pagar el pato, me gustaba más cuando me hacía pensar en pollos. Ahora, al saber la historia, cuando escucho la expresión, no puedo evitar pensar en esa paradoja que es la humanidad «inhumana», que aparece en todos los tiempos y en todos los lugares.


Palabras de caballeros

Por Arturo Ortega Morán

espaldarazoAsí como hoy muchos jóvenes sueñan convertirse en futbolistas, en la Europa medieval el sueño era convertirse en caballero. No cualquiera podía serlo, sólo los jóvenes de la nobleza eran aspirantes. Desde muy temprano se preparaban en el manejo de las armas y se soñaban como héroes defensores de causas justas. Además, era muy motivante saber que contarían con la admiración y favores de las más bellas damas que a su vez se creían aquello de que: sin caballero no hay dama.

Aunque ha pasado mucho tiempo, nuestro lenguaje conserva huellas de esa romántica época. Para empezar, la permanencia de la misma palabra caballero, que fue el nombre que se les dio porque su transporte y compañero de gestas era un flamante caballo. Hoy llamamos caballeros a los hombres que se suponen formales y educados. También, cuando nos disponemos a realizar ciertos actos, no tan heroicos y no tan nobles, ya sin caballo corremos por nuestra vida a buscar el baño de caballeros.

En la noche previa al día en que un joven iba a ser armado caballero, se vestía de blanco y pasaba la noche en vela, precisamente velando las armas : espada, lanza, escudo, armadura y demás cachivaches que conformarían su ajuar. De este momento, quedaron las frases “velar las armas” que hoy significa “prepararse para enfrentar una tarea o situación difícil”; y también “pasar la noche en blanco”, o sea sin dormir, como los caballeros que cubiertos con albas vestiduras, no pegaban los ojos en toda esa noche tan importante para ellos. En su magna obra, Cervantes narra la graciosa forma en que Don Quijote fue “armado” caballero, este es un fragmento:

y esta noche en la capilla deste vuestro castillo velaré las armas, y mañana, como tengo dicho, se cumplirá lo que tanto deseo, para poder como se debe ir por todas las cuatro partes del mundo  buscando las aventuras, en pro de los menesterosos, como está a cargo de la caballería y de los caballeros andantes, como yo soy, cuyo deseo a semejantes fazañas es inclinado.

Un momento culminante en la ceremonia en la que se armaba al caballero, era cuando el gran señor o señora, tomaba la espada y le daba un golpe en la espalda, por supuesto que suavecito y no por el lado del filo, si no ¡imagínense! El caso es que a este acto lo llamaban “dar el espaldarazo”; frase que todavía usamos cuando alguien recibe apoyo público de un superior.

Otra huella de esta época, es la expresión “armas blancas”, con las que nos referimos a cuchillos, espadas y toda esa familia de objetos punzocortantes. Normalmente, para evitar accidentes, las filosas armas eran guardadas en fundas o se les colocaba alguna protección en la punta, en esta presentación se las llamaba “armas negras”, porque en contraste, cuando se iba a entrar en batalla, se retiraban las protecciones y las armas dejaban ver su brillo (blancura) y por eso entonces eran llamadas “armas blancas”.

Entre las cosas que tenía que enfrentar un caballero, era batirse en duelo contra otros de su especie; no pocas veces, algunos caían gravemente heridos y era costumbre que cuando se veían a punto de estirar la pata, con humildad besaban la tierra como un último acto de gallardía. De ahí quedo la amenazante frase: “te voy a hacer morder el polvo”.

El ángulo oscuro de estas historias caballerescas, se daba cuando a estos personajes les entraba la inquietud y en prolongada ausencia, se iban en busca de acción, ya sea a las cruzadas o a cualquier otro lado que prometiera aventuras. Dejaban entonces a las pobres damas en soledad (al menos eso pensaban ellos)  y soportando el peso del odiado cinturón de castidad; pero como no hay bien que por mal no venga, era ocasión para que en los reinos floreciera el oficio de cerrajero. Nació así otro eterno dicho: “Nadie sabe para quien trabaja”.


Después de atole

Por Arturo Ortega Morán

En México nos encantan los atoles, bebida hecha con masa de maíz que nos heredaron nuestros ancestros prehispánicos. De la antigüedad de este rasgo gastronómico, habla un texto escrito en 1690 por Francisco Antonio de Fuentes y Guzman: “…Y finalmente, es el atole el general avío y mantenimiento de Mexico; no habiendo casa alguna de aquella grande y numerosa ciudad que no le tome por desayuno, dando el blanco a la gente de servicio y el champurrado con chocolate a las personas de posibles y caudal, por ser en aquel reino más caro el cacao, que se le lleva de este de Goathemala”.

Su nombre deriva de atolli, voz náhuatl que encierra el concepto de ´aguado, de atl (agua)´. Han de saber que no hay hambre que sobreviva a un buen jarrito de atole espeso y calientito, por eso la decepción cuando, después de tomarlo, ya sin hambre, en mala hora nos ponen frente a suculentos platillos. De esta circunstancia, los mexicanos hemos hecho metáfora y cuando las cosas nos llegan cuando creemos que ya no son necesarias, con desencanto exclamamos ¡después de atole!

¡Después de atole!, podría decir quien encuentra a su media naranja ya en el invierno de su vida. ¡Después de atole!, gritará quien logra tener casa propia ya cuando sus hijos crecieron, dejaron el nido y volaron a otros cielos. ¡Después de atole!, dirá quien al fin pudo hacer el anhelado viaje, pero ya cuando sus facultades físicas  le impiden andar de “tingo lilingo”. Así es, hay veces que a la felicidad se le hace tarde, pero para animar a quienes esto les sucede, la sabiduría popular ha acuñado el dicho: “Nunca es tarde si la dicha es buena”.

Este refrán abre una veta interesante para quienes gustamos de complicarnos la vida con el análisis de las palabras, “… si la dicha es buena”, como que suena raro, ¿acaso no todas las dichas son buenas? Si recurrimos al diccionario, ahí se define dicha como “felicidad y suerte feliz”, de modo que si toda dicha es buena, el refrán parece redundante.

La cosa cambia cuando recurrimos a la historia y a la etimología, porque encontramos que en la antigua Roma, había la creencia de que el destino de los hombres, quedaba marcado en el momento de su nacimiento por las palabras pronunciadas por los dioses. A estas supuestas palabras, en latín le decían dicta, que justo significa ´cosas dichas´. La voz latina dicta en castellano se dijo dicha, que como ya aclaramos, en su origen era una forma de referirse al destino o a la suerte; que estos sí, podían ser buenos o podían ser malos, bueno…  también regular.

A la dicha le pasó lo que a la suerte, que aunque puede ser buena o mala, cuando decimos que tenemos suerte, entendemos que es buena. En el caso de la dicha, que en principio también podía ser buena o mala, la parte negativa se fue ocultando hasta de plano desaparecer, por eso hoy toda dicha es buena y eso la hizo sinónimo de felicidad.

Huellas de la dicha mala, las podemos encontrar en el habla de los sefarditas, descendientes del pueblo judío expulsado de España en 1492, su lengua ha conservado muchas palabras y modos del castellano antiguo, y entre ellas la palabra «maldicha», que tiene el sentido de fatalidad, mala suerte. En uno de sus cantos se escucha este verso: “Dame tu mano palomba, para suvir a tu nido, maldicha que durmes sola, yo vengo a durmir contigo”.

En fin, no está mal entonces que, a quien la felicidad le llega después de atole, lo animemos diciéndole… “Nunca es tarde si la dicha es buena”, sin que con esto queramos darle “atole con el dedo”.