El lavabo

Por Arturo Ortega Morán

Basado en el artículo publicado por el Instituto Cervantes, en la revista Rinconete 22 feb 2005


Trataba de escribir, pero hay calores que te funden la imaginación y paradójicamente te congelan el pensamiento. Con más de 40o C las musas te abandonan  y huyen lejos, en busca de tierras frescas.

Con la mente en blanco, la pantalla en blanco y “desmusado”,  el instinto de supervivencia me llevó al oasis que hay en casa. Abrí la llave y dejé correr el agua del lavabo. Con ambas manos, en repetidas ocasiones mojé mi cara esperando que con el agua también escurrieran las ideas. Levanté la mirada y fui capturado por el poder hipnótico del espejo. Así permanecí por un tiempo que no sé si fue mucho o fue poco, apoyando mis manos en el lavabo y viendo el reflejo de mi rostro remojado.

Aquel día de intenso calor ahí estábamos: el espejo, el lavabo y yo. Un extraño triángulo que abrió la puerta a una pregunta: ¿qué historia esconderán los nombres de estos objetos?

Pensé primero en el espejo… que es de tiempos muy antiguos. Ya se lo menciona en la Biblia. En Éxodo 38, dice acerca de Moisés:

 «Hizo también la pileta y la basa de bronce, con los espejos de bronce pulido de las mujeres que servían a la entrada de la Tienda de las Citas».

Como objeto, el espejo es muy interesante. De él se han escrito mil cuentos y se han contado mil historias; pero, de su nombre, poco que decir. Se derivó del latín speculum de specere, que significa ‘mirar’. Así que espejo significa ‘donde nos miramos’… lo sospeché desde un principio. Tiene parentesco con especular, que en origen tenía el significado de ´observatorio, torre de vigilancia´ y como verbo  ´observar, mirar con detenimiento´.

Si la palabra espejo no da para una gran historia, menos que esperar de la voz lavabo —así pensé—. Por eso, fue grata sorpresa encontrar, escondidos en palabra tan trivial, detalles históricos que le dan un sabor especial a esta voz.

Lo curioso es que lavabo tiene su origen en un verbo latino, y no en un sustantivo. Es la conjugación del verbo latino lavare, en primera persona de singular y tiempo futuro. Es decir, lavabo significa literalmente: ‘lavaré’. Es curioso e interesante saber que el significado actual se lo debemos, en principio, a la liturgia católica.

Cuando la misa se decía en latín, antes del Concilio Vaticano II (1965), el sacerdote, tras el ofertorio, se mojaba los dedos con un poco de agua para purificar sus manos, mientras recitaba una parte del Salmo XXV que dice:

 «Lavabo inter innocentes manus meas», (‘lavaré mis manos entre los inocentes’).

Después, tomaba una toallita para secarse. El pueblo, que de latín no sabía ni papa, supuso que lavabo era el nombre de la toallita, y así la llamaron. Cuando en casa se secaban las manos lo hacían con “el lavabo”.

Con el correr del tiempo, el lavabo (la toallita) cedió su nombre a la habitación donde la gente se lavaba y se aseaba. Entonces, lavabo pasó a ser el cuarto de baño. Al final, el nombre le quedó en exclusiva, al objeto sanitario en el que nos lavamos y que casi siempre tiene por compañero un espejo.

Aquel día de intenso calor, ahí estábamos: el espejo, el lavabo y yo. Un extraño triángulo del que habrían de brotar estas letras.